21 de noviembre de 2013

Masoquismo hereditario


Por alguna razón que desconozco la comida siempre aparece cuando se me viene a la cabeza algún recuerdo lindo. Es curioso, porque en lugar de pensar en las vacaciones que tuve en San Bernardo con mis compañeros del secundario cuando tenia unos 12 años, me acuerdo de los cornalitos que pescamos la noche que fuimos al muelle, y de como Luis, el papá de Horacio, los hizo de forma magistral (hoy siguen siendo los mejores cornalitos que me comí en mi vida). 
Con mi familia me pasa algo parecido. Sin dudas que en mi vida tuve momentos más que importantes fuera de la cocina, pero la comida siempre aportó lo suyo, y de alguna manera me ayuda a tener esos momentos mas presentes y vivos dentro de mi cabeza.
Seguramente tenga que ver el que ahora soy cocinero, pero no siempre lo fui, y esos recuerdos los tengo desde muy chico. Como, por ejemplo, los fideos con almejas que hizo mi viejo cuando estábamos de campamento en San Clemente del Tuyú. Debo haber tenido unos nueve o diez años, y debo decir que fue toda una experiencia el haber juntado las almejas de la playa ese día (hace no mucho estuve en la costa y fue triste ver como había cambiado todo, al punto de que encontrar una almeja en la playa era casi tan difícil como escapar de los cañonazos del Perla Negra, y ni tocar el tema de que estaba prohibido).
A esos fideos no los recuerdo por lo rico. No habíamos limpiado las almejas y los fideos, inevitablemente, quedaron con un poco de arena, lo que le daba un crunchi-crunchi bastante poco interesante. Y si bien no fueron los mejores fideos con almejas del mundo (esos los hace mi amigo Emiliano en Roma), son algo que mantiene ese viaje con más color en mi cabeza.


Mi viejo tiene el honor (si se le puede llamar honor) de ser la persona con la que mas recuerdos de ese tipo tengo. Es como si por alguna razón la comida nos siguiera, porque nadie me va a convencer de que fue suerte el haber encontrado un árbol con dos mandarinas (sólo dos) en un camino de la Barra de San Juan, en uno de esos fin de semana en los que nos pegábamos el raje los dos solos, que en general eran con el barco o yéndonos de campamento. A él siempre le gustaron esos momentos de padre e hijo, y yo disfrutaba bastante de hacer un fuego en el camping o de pescar desde el barco o en la playa. Siempre me gustó la naturaleza. Y según creo a la naturaleza también le gusto yo. Es más, a la naturaleza no le gusto yo, le gustamos los dos, porque recordemos que eran DOS mandarinas. Vamos, ¿cuantas chances podíamos tener de encontrarnos ese numero? Podrían haber sido tres, cuatro, ninguna, pero fueron dos. Y estaban realmente buenísimas.
Mandarinas fuera, mi viejo fue víctima de mi primera paella, que la hice a los 17 años, en su casa, luego de haberlo visto a Karlos Arguiñano hacerla en su programa (cantitos de por medio, como no podía ser de otra manera tratándose de Arguiñano). Mi viejo todavía se acuerda con mucha gracia como la cajera de la verdulería se asombraba porque sólo me llevaba una cebolla, un morrón, un tomate, un zucchini, lo cual no era tan común en esa época (la del famoso un dolar, un peso, del riojano). Más cerca en el tiempo se encuentran las patatas al cabrales en Gijón o la vez en la que después de caminarnos unos 17 km de un pueblo a otro en Asturias logramos dar con una especie de bodegón donde nos comimos (y estábamos prácticamente muriendo de hambre) unas croquetas de jamón y un lacón a la gallega.


Como dije antes, a mi viejo le gustaban (y todavía le gustan) los momentos de padre e hijo, y por esa razón era que todos los martes teníamos nuestra cena en Pippo. Religiosamente, los martes (si mal no recuerdo, mi hermano paso por lo mismo que yo) a eso de las ocho, nos íbamos hacia Pippo, donde casi obligadamente nos pedíamos los semi famosos super vermicellis con tuco y pesto. Voy a ser ciento por ciento sincero., esos fideos son horribles. Perdón si alguien no está de acuerdo, pero el pesto, de pesto no tiene absolutamente nada, y le falta mucho amor propio para poder llamarse pesto.
Y diganme masoquista si quieren, pero cada tanto voy a Pippo y sufro un rato con esos fideos. Que se yo, tienen saborcito a martes por la noche, y eso esta bastante bien. Supongo que el tener a mi familia tan lejos me hace atesorar más todavía esos rituales y recuerdos, pero no debo ser el único, porque si los super vermicellis siguen ahí, algún masoquista más debe haber dando vueltas por Buenos Aires. Es más, si mal no recuerdo, mi viejo los iba a comer porque le hacían recordar sus épocas de estudio, en las que iba seguido a comer a Pippo con algún compañero, por lo que me apuntaría a la investigación sobre el masoquismo hereditario, si hubiese alguna.


Supongo que la comida en estos casos es una suerte de ancla, un ancla que nos mantiene agarrados a esos momentos del pasado que de alguna manera nos hacen ser quienes somos. A mi forma de verlo, es una de las experiencias más lindas la de poder recordar esos momentos porque, en mi caso, son momentos lindos. Y sin duda que mi viejo me llenó de muchos de ellos, y le estoy agradecido. De alguna forma él debe haber contribuido a que hoy yo sea lo que soy y al haber elegido la profesión que elegí.
Si les puedo dar un consejo en este momento, sería el siguiente...
Llénense de anclas todo lo que puedan. Llénense de momentos lindos.

2 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderBorrar
  2. muy linda anecdota Duck, yo recuerdo los buñelos que me hacia mi abuela, era un festin en aquella casona humilde donde apenas cabia el presente citiado por las paredes de herrumbre; pero aun entre los techos barrigones y las palanganas como minas de agua desparramadas por la casa . . . algo magico crepitaba encima del calentador a querosen. Eran los buñelos rellenos de manzana ! una delicia que degusto en mi memoria de niño. Supongo que dentro de esos modestos manjares mi imaginacion encontraba la alegria para huir por un momento hacia un lugar perfecto, donde todo era esponjoso y suave; lejos de las canillas afonicas, las ventanas de hielo del invierno, hacia un sueño de azucar que va escurriendo las lluvias del pasado y se vuelve caramelo en la memoria.

    ResponderBorrar