19 de octubre de 2017

Un viaje a las estrellas


Desde que mi profesor de cocina, Ezequiel Navas, me hizo ver la página de Michel Bras toda mi idea sobre la cocina se fue al carajo. A partir de ahí todo cambiaba. Se iba a desatar una curiosidad infinita con la cual todavía convivo y que de a ratos me vuelve loco. Esa curiosidad me hace replantearme casi todo y siempre estar buscando cosas nuevas que hacer o formas nuevas de hacer las cosas. El camino estaba macado, todo mi dinero (lo poco o mucho que pudiera llegar a tener) iba a parar a cuchillos, herramientas y libros de cocina, y materias primas para poder practicar.

Como no podía ser de otra manera, este nerd de la cocina soñaba y soñaba con ir a un restaurante de los grandes de Europa. Soñaba técnicas y productos que podrían estar a la par de cualquier buena película de ciencia ficción. Tranquilamente, Ferran Adriá podría haber sido el capitán del USS Voyager, y Andoni Luis Aduriz el señor Spock.
La vida tiene sus vueltas y una de esas vueltas me puso en España (o, más bien, fuí yo el que se puso). Luego de una experiencia que no resultó en el sur de Málaga decidí que era un excelente momento para intentar tocar las estrellas. Era una de las últimas chances para intentar estar en uno de esos restaurantes tan soñados. 
Sin ataduras de ningún tipo y con una mochila muy liviana, era ahora o nunca. Y fue nomás. Me puse a enviar mi CV a algunos de los restaurantes que más me interesaban por su trabajo. Si iba a hacer esto, tenía que ser en un lugar de los que más se acercaban al estilo de cocina o de trabajo al que yo aspiro a tener algún día, así que me senté frente a la compu de un ciber-café y comencé la tarea. Ya tenía bastante claro que lugares podían ser, por lo que no tardé en escribirles. No era para nada seguro que me respondieran y menos aun de manera afirmativa pero intentar cuesta poco. Era el momento de hacerlo y, para mi alegría, dos de ellos me respondieron que estaban interesados en mi CV y que podía sumarme como pasante a los pocos días. Me decidí por el que más se acercaba al lugar de mis sueños y a los tres días estaba en camino.

La verdad es que las cosas no fueron lo que yo creía y eso se manifestó casi de inmediato. Apenas llegué note que el tan galardonado restaurante, el cual había sido premiado como uno de los restaurantes más autosustentables del mundo, tenía una huerta increíblemente más pequeña de lo que esperaba pero no iba a dejar que eso me tirara el sueño para abajo. Estaba en el Disney World de todo cocinero que ama la alta cocina y no iba a que una pequeña primera impresión me mosqueara, ya que al día siguiente comenzaba en la cocina de este gran restaurante de tres estrellas y uno de los mejores del mundo! Al día siguiente, a las 8 hs estaba ya en la cocina para recibir mis primeras ordenes y fui a asignado a mi partida correspondiente, entremetier. Era pura emoción y estaba lleno de ganas de darlo todo. 

Acá, lamentablemente, empezaba a caerse el sueño a pedazos. Montones de pedazos. Las salsas que tenían colores increíbles eran, justamente, increíbles porque llevaban colorantes; los panes eran comprados, los helados hechos con bases en polvo (y no sólo me refiero a estabilisantes!), los fondos espesados con un tipo de maizena invertida, los productos venían de un mayorista en lugar de venir de la huerta o de pequeños productores...
Todo (y me refiero a absolutamente TODO) se me iba a la mierda. Estaba triste. durante cinco días me la pasé picando langostinos descongelados provenientes del amado mayorista (el mismo al que le comprábamos en Málaga). No es que los productos del mayorista fueran una mierda, por que no lo eran, pero no me jodan!! Estaba en un tres estrellas Michelin, y lo menos que espero de uno de los mejores restaurantes del mundo es que la materia prima me la traiga un unicornio mágico que llena todo a su paso de arcoiris y nubes brillantes (o que al menos provenga de un pequeño productor que se lo curra de verdad). Espero que la cocina sea artesanal, que se haga pan con masa madre ahí mismo todos los días, que los fondos se reduzcan con paciencia como Dios manda en lugar de espesarlos (Y SI, DIOS MANDA ESO). Pero eso no era todo...
El trato dejaba mucho que desear. A mi edad ya no me aguanto que me traten como en el ejercito y, menos aun, cuando veo a otros que se están tocando las pelotas cerca mío. Si corro como loco y me aguanto gritos porque me exigen un ritmo frenético, que sea igual para todos, y ni hablar de que quiero poder hacerlo con una sonrisa. Quiero creer en lo que hago y quiero sentir que ese esfuerzo vale cada segundo! Quiero fuego en mis venas! 
No soporto que porque yo trabajo mejor y más rápido (por tener más años de experiencia o lo que sea) me expriman más que al que no hace una mierda. Y lo que me parece más terrible es ver como hay gente que va desde México, Guatemala, Singapur, Brasil y otros lados del mundo a este tipo de lugares, con toda la misma felicidad que yo, y los decepcionen y entristezcan de esa manera. Que absolutamente TODOS quieran irse pero se queden porque o vinieron por una carta de recomendación o porque ya tienen el pasaje de vuelta comprado y saben que tienen que soportar sin opción (aunque había varias razones diferentes según cada quien). No aguanto que se aprovechen de esa gente y que en lugar de enseñarles los utilicen como personal de limpieza y para hacer show. Los tratan como peones y eso me indigna. 

Muchas gracias a mi amigo Leandro por la magia en la foto de Star Trek.

Como dije antes, mi mochila en esta etapa de mi vida es liviana, así que decidí que ese lugar no valía la pena, y yo no fui por un CV mejor ni por fama, fui por un sueño, un sueño que se me cayó a pedazos. Tuve suerte en mi vida. Tuve suerte de poder cocinar al lado de gente que también ama con loca pasión cocinar. Gente que se rompe el lomo para que las cosas salgan bien de verdad. Gente que hace lo imposible para poder dar más aunque no se lo pidan. Yo creía que en ese lugar iba a encontrar más gente de esa clase y en su lugar me encontré con una cocina industrial pero para poca gente. 
Igualmente, ahí no termina el viajecito...

A la semana recibí un mail de un chef con el que ya me había entrevistado antes de irme a Málaga. Este chef (con una estrella en su espalda) me ofreció un puesto en su cocina y yo, encantado, acepté. La cocina era pequeña pero le estaban exprimiendo hasta la última gota para poder aprovecharla. Realmente me gustó, había un esfuerzo enorme por hacer las cosas bien y en esta cocina, a diferencia de la anterior, había productos de verdad. Los platos eran bonitos y con una sensibilidad que me hizo pensar en mi primer día dentro de Nectarine. Nunca me volví a sentir tan maravillado por la comida de un restaurante como lo estuve ese primer día. Los platos eran bellísimos,  cargados de color, olor y que entraban por los ojos y la nariz como la electricidad de un rayo que va directo hasta el cerebro. Materia prima como no volví a ver en mi vida. Por alguna razón, me acordaba de ese día...

En cuanto la cocina, vi cosas interesantes y productos nuevos para mi. Vi un trabajo serio detrás y muy organizado. Pero volví a ver ese trato hacia el personal que no me gustó. Me lo tragué un par de semanas pero no pude más. Ya no puedo. Yo no me quiero acostumbrar a esas cosas. No me acostumbré hasta ahora y no voy a hacerlo después tampoco. La cocina es amor, por lo que en mi cabeza no entra el que a un pasante que está trabajando gratis le digan "gordito" o "jabalí" (él ya habiendo explicado de buenas maneras que no le gustaba), o que traten de "imbécil" a otro. Tampoco que me ninguneen cuando hago una pregunta en mis primeros días porque no entendí algo en una reunión o que me traten como si yo no pensara en el resto del equipo o como si quisiera equivocarme a propósito. No le tengo más tolerancia a esa locura y a ese maltrato injustificado. 
Eso no es cocinar con amor. Al cliente no le llega lo mismo que si lo hacemos con cariño y disfrutando, y esa idea la defiendo a muerte. Hay que llevarle pasión, alegría, amor, un poco de locura y mucho mimo en ese plato. 

A mi, personalmente, estas experiencias me hicieron bien. Primero taché de mi lista de cosas pendientes al, tal vez, punto más importante de mi vida. Doce años pensando en como sería... Ahora, ya no me hace falta preguntármelo más. Algo aprendí y, por suerte, conocí gente genial de muchos lugares del mundo con quienes hoy sigo en contacto, hablando y compartiendo la misma visión de la cocina. Por otra parte, me hizo sentir muy bien con todo el esfuerzo que hice cuando tuve Kill The Duck. Todo el esfuerzo que le dediqué a que los productos fueran bueno y frescos, a cuidar las cocciones y los fondos, al trabajo con mi mini huerta de hierbas y flores, a mi manera de mimar al cliente.

Yo tuve mi viaje a las estrellas, así como muchos otros cocineros. Cada cual vive su aventura a su manera. En la mía, el sufrir no tiene que ver con cocinar, y si para otros, el llorar o sentir angustia o ser insultados es parte del viaje que quieren, allá ellos. Yo me quedo con el romance y con esos olores hermosos, con el pollo salteado con ajo, con un fondo que tarda casi tres días en estar reducido porque no se lo apuro, en unas carrilleras hechas bien despacio en el horno o con un puré que recibió mucho mimo. 

Para mi, las únicas estrellas que valen la pena en serio, son las que se ven en el cielo tirado en el piso al lado de una buena compañía. Y si hay unos mates o un buen vino para compartir, mejor.

28 de febrero de 2017

Gestación de un proyecto: KTD


 Escribir, esta vez, me es particularmente fuerte. El cómo se fue formando mi restaurante a puertas cerradas fue un proceso largo, a través del cual fui derribando barreras personales y al mismo tiempo construyendo algo tangible y palpable con lo que iba a tratar de reflejar de la mejor manera posible un montón de ideas e ideales.
Llevar a la práctica lo que uno tiene en la cabeza es un proceso complejo, de a ratos doloroso y, sin dudas, largo. Cuando lo arranqué, lo hice con la excusa de volver a cocinar para mis amigos. La idea era juntar un grupo de amigos que estuvieran dispuestos a probar lo que yo les pusiera en frente con una mente abierta y donde ellos pagaran sólo el costo de la materia prima. Yo tenía ideas y me hacía falta gente que quisiera a acompañarme en ese viaje, así que me puse a llamar a mis amigos para ver cuales estaban dispuestos a hacerlo. El lugar: un monoambiente ubicado en pleno Once, una mesa de arquitectura, un sofá cama, una cama que iba a hacer de sillón, unos pocos platos blancos que tenía, cubiertos tramontina (los de toda la vida), copas y vasos justos para esos pocos comensales  y nada más.
Durante el prime año emplaté sobre el lavarropas y una pequeña mesita con ruedas. No conseguí muchos amigos dispuestos a unirse en ese primer momento y con bastante esfuerzo logré que tres vinieran: Adrián, Mariano y Yami (mi pastelera favorita quien en ese momento ya estaba junto a Ale Feraud en ALO´S). Mariano, particularmente, se iba a transformar en una figura importante a lo largo de lo que duró KTD. Iba a ser quien vendría más que nadie y quien, vez tras vez, se animó a todo lo que le puse en frente. Él fue mi mejor parámetro en cuanto a la evolución del proyecto y la única figura que vería todos los cambios por los que pasó el lugar y por los que pasé yo a lo largo de los dos años que duró.
En lo particular puedo decir que no es nada fácil enfrentarse con uno mismo a la hora de ponerse a crear platos y menos lo es aún el ponerse en todos los detalles. El inicio de KTD coincidió también con mi corta etapa en Astor, durante la cual seguí haciendo las cenas en mis días libres.
Al irme de Astor me decidí por apostar un poco más fuerte en mi proyecto: compré una mesa de madera de 2,40 x 0,80 mts con seis sillas, empapelé el ambiente, compré una estantería, seis copas sin tallo, un juego de cubiertos (sólo tenedores y cuchillos), más platos blancos, servilletas de tela, un par de focos de filamento, cortinas nuevas (regalo de mi madre) y puse a punto unos espejos tipo Luis XV que habían sido de mi abuela. El lugar tenía que representarme, y no de alguna manera, en todas la que se pudiera. Elegir la mesa, el color de la madera, el mango de los cubiertos, el tipo de copa, los espejos, el que mis libros de cocina estuvieran a la vista, los sabores, la forma de emplatar cada cosa. Todo era importante para mi.


A fin de ese año acepté ir a trabajar al sur, a El Chaltén, con mi amigo Agustín. Hacía mucho que él me lo venía proponiendo, y lo vi como una buena oportunidad para juntar algo de dinero para reinvertirlo en el restaurante. No fue una decisión fácil de tomar, al mismo tiempo tenía una propuesta de trabajo en Madrid donde estaban dispuestos a pagarme el pasaje de avión, darme un buen sueldo y la posibilidad de quedarme como chef de uno de los dos restaurantes de ellos. Todo gracias a José, un amigo y ex jefe con el que hice buenas migas durante los meses que viví allá. También estaba sobre la mesa el nacimiento de mi sobrina Cloe, quien iba a llegar en marzo del año siguiente (también en Madrid, donde vive mi hermano). No era fácil para mi decidir. La opción de España era mejor en lo laboral y me permitiría estar para el nacimiento de Cloe. Por otro lado, yo sabía que esa distancia me pega feo y tenía muchísimas ganas de conocer la Patagonia Argentina y de hacer que mi restaurante funcione. Necesitaba jugármela por lo mío y lo hice.

Luego de tres meses volví recargado de ideas, con algo de dinero para reinvertir y muy decidido. Me puse manos a la obra nuevamente y seguí equipando a KTD. Lo primero fue armarme una pequeña huerta de 4 x 0,30 mts en el balcón (ya había hecho lo propio en El Chaltén), en la que planté cuanta cosa pude. También encargué una mesada de madera a medida con el espacio suficiente para colocar un pequeño freezer debajo. Era hora de dejar de emplatar sobre el lavarropas y tomarse las cosas más en serio. Compré una juguera, una cafetera espresso, un molinillo para café (estás dos últimas cosas por insistencia de Mariano), cucharas para postre, más vajilla, más copas y más cubiertos (para tener un recambio más rápido y cómodo), velas, pequeños cuencos de madera para la sal, unas cuarenta botellas de vino, una cava con capacidad para doce botellas, bobinas de papel, papel manteca, papel aluminio y papel film profesionales. Compré mercadería en otro volumen y la porcioné para que me fuera más fácil la organización. De esta manera, si quería venir a comer una sola persona, yo iba a poder atenderla sin problemas. También me fui a San Telmo a comprar tazas antiguas para el café (compré cuatro inglesas y tres argentinas, que se iban a sumar a dos inglesas que habían sido de mi abuela). El café es algo importante, es el broche de oro, por lo que me ocupada de molerlo una horas antes de que llegara la gente cada viernes. Ese año estuve trabando también en una patisserie durante seis meses, para poder tener un dinero extra que me permitiese no depender al %100 de que viniera gente al restaurante.


Recuerdo el primer día que abrí, sólo vinieron dos personas esa noche: Kevin y Tatiana. Para mi era algo importante. A diferencia del año anterior, iba a recibir gente que no conocía. Personas que no sabía quienes eran y que ellas no sabían absolutamente nada de mi. Al terminar de sacar el último de los nueve pasos me quedé en cuclillas en el piso de la cocina y me largué a llorar. Lloré mucho y muy desde el centro de mi ser. Gise me miraba y se reía, no entendía porqué lloraba. Yo, sin parar de moquear, lloraba de alegría.
Para mi fue un proceso largo y doloroso llegar a ese momento. Por primera vez en mi vida sentía que había tenido el control absoluto de todo lo que había pasado esa noche. Si salia bien o si salía mal era responsabilidad mía.  Sentía que había superado todo lo que me había imaginado que iba a ser, y después de casi un año, estaba debutando frente al público con una rara mezcla de nerviosismo y alegría. Luego de prepararme, de gastarme casi todo lo que tenía en KTD, lo que ahora tenía era, por fin, un restaurante.
Al terminar la cena, Kevin me apretó la mano y me dijo que él era periodista gastronómico, que estaba escribiendo una columna en un diario on-line en inglés y que me quería hacer una entrevista para su columna. Para mí fue algo bizarro. Cocino hace mas de 10 años y en ningún momento pensé en que algún día iba a pasar por esa situación. Yo simplemente cocinaba y disfrutaba de hacerlo, nada mas. Kevin se volvió otra persona importante. Nunca paró de darnos apoyo y de tratar de empujarnos a más (y hasta confesó haber tenido sueños con el plato del salmón rosado con puré de zanahoria y coco). A lo largo del año volvió otras dos o tres veces, durante las cuales traté de cambiarle la mayor cantidad de platos posibles. Era mi manera de agradecerle y de devolver un poco del cariño que había recibido de su parte. El tipo es un crack y escribe con el corazón, y a mi, la gente que hace las cosas desde el corazón me cae genial.


Kill the duck tenía como misión demostrar que con pocos recursos se podía hacer una cocina de muy buen nivel. Era una queja. Una queja a todos los restaurantes y cocineros que teniendo recursos y comodidades para hacer cosas increíbles sólo hacen una cocina mediocre. Se trataba de amor, de compartir pasión, de integrar al comensal, y si hablo de integrar al comensal tengo que hablar de Mariano. Hubo un día en el que al final de la cena, hablando, me contaba que le habían dado un ceviche horrible unos días atrás.
Él me decía: -A mi no me gusta el pescado crudo, era una porquería.
Yo, riéndome, le marqué: -Sí que te gusta el pescado crudo.
Él me volvió a decir que yo no entendía, así que siguió:
M: -Vos no me entendés. Yo no como pescado crudo. No me gusta.
R: -Sí que te gusta. Hoy te comiste dos platos con pescado crudo...
M: - Es que lo tuyo está en otro nivel pero a mi NO-ME-GUSTA el pescado crudo.
R: - Vos no me estás entendiendo. Si que te gusta, pero hecho así y no como lo comiste en ese lugar...
Se quedó con la mirada perdida unos segundos sin reaccionar. Al volver del lugar a donde su cabeza lo había llevado me dice:
M: -Boludo... me acabas de romper la estructura.
Eso y la vez que Fede me dijo que había sentido miedo al comer el plato del carbón vegetal (una mandioca que literalmente parece un carbón) son las dos mejores cosas que me dijeron en toda mi vida como cocinero. Poder provocarle eso a alguien es muy fuerte, casi mágico.

En fin, el año pasó y no fue el año más fácil para mi a nivel personal. Me choqué con muchas situaciones que me voltearon. Situaciones que  yo creía tener resueltas y no era así. El restaurante fue algo que al final me costaba mucho sostener, tanto desde lo monetario como desde lo anímico. En mi otro trabajo no estaba pasándola bien y sentía que no llegaba a reponer energías como para dedicarle a mi propio lugar la atención que me hubiese gustado ponerle. Los días que venía gente estaba entre trece y catorce horas cocinando y poniendo a punto el departamento. Eso sumado a las horas que le dedicaba en la semana entre cocinar y las compras.

Hacer un menú degustación de nueve pasos y cambiarlo todos los meses también requiere tiempo. Ir perfeccionándolo en tan poco tiempo no es fácil y esa creatividad necesita condiciones para florecer. Condiciones que no estaba logrando tener. Comencé el año haciendo dos cenas por semana durante aproximadamente tres meses, de las cuales una mesa era siempre de amigos a los que yo invitaba para que conocieran lo que yo estaba tratando de hacer. La propuesta era "un regalo a cambio de otro regalo". Ellos traían el vino que quisieran tomar esa noche, uno más de regalo para mí, y yo, a cambio, les invitaba el menú completo.
Vivir en un monoambiente y transformarlo cada vez que viene gente en un restaurante es agotador. Nada personal puede estar a la vista, todo tiene que estar impecable, la mesa encerada, las hierbas cosechadas en el día, todo listo para que el despacho sea lo más ágil posible. La heladera no es tuya, es del restaurante. Tu cama durante esos dos días no es tu cama, es el sillón. La cpu se va al placard. Las cosas del baño a una caja. Tu casa no es tu casa, es tu restaurante. Personalmente, todo eso me ganó. Di lo mejor de mi mientras pude. Aprendí mucho sobre mi y sobre llevar algo así. Traté de sacarle todo el jugo, y no me arrepiento para nada de haberlo hecho, pero elijo esperar. Esperar a tener otras condiciones que me permitan hacerlo de una manera en la que lo disfrute más. Así que después de dos años le digo "hasta pronto" a mi proyecto, a mi pato, a mi restaurante.


Les agradezco a todos los que vinieron y se animaron a viajar conmigo. A los que me apoyaron y lo siguen haciendo. A los que me dan su afecto. A los que están de una manera u otra. A Gise, mi compañera compañera en todo esto, quien se ofreció en un comienzo a darme una mano (gratis) y a quien prácticamente obligué a que aceptara cobrar por su trabajo en cuanto pude empezar a pagarle. A Vivi, que se encargó de dar todo su cariño al proyecto y a quien hoy disfruto como una amiga.
A todos, gracias.