28 de febrero de 2017

Gestación de un proyecto: KTD


 Escribir, esta vez, me es particularmente fuerte. El cómo se fue formando mi restaurante a puertas cerradas fue un proceso largo, a través del cual fui derribando barreras personales y al mismo tiempo construyendo algo tangible y palpable con lo que iba a tratar de reflejar de la mejor manera posible un montón de ideas e ideales.
Llevar a la práctica lo que uno tiene en la cabeza es un proceso complejo, de a ratos doloroso y, sin dudas, largo. Cuando lo arranqué, lo hice con la excusa de volver a cocinar para mis amigos. La idea era juntar un grupo de amigos que estuvieran dispuestos a probar lo que yo les pusiera en frente con una mente abierta y donde ellos pagaran sólo el costo de la materia prima. Yo tenía ideas y me hacía falta gente que quisiera a acompañarme en ese viaje, así que me puse a llamar a mis amigos para ver cuales estaban dispuestos a hacerlo. El lugar: un monoambiente ubicado en pleno Once, una mesa de arquitectura, un sofá cama, una cama que iba a hacer de sillón, unos pocos platos blancos que tenía, cubiertos tramontina (los de toda la vida), copas y vasos justos para esos pocos comensales  y nada más.
Durante el prime año emplaté sobre el lavarropas y una pequeña mesita con ruedas. No conseguí muchos amigos dispuestos a unirse en ese primer momento y con bastante esfuerzo logré que tres vinieran: Adrián, Mariano y Yami (mi pastelera favorita quien en ese momento ya estaba junto a Ale Feraud en ALO´S). Mariano, particularmente, se iba a transformar en una figura importante a lo largo de lo que duró KTD. Iba a ser quien vendría más que nadie y quien, vez tras vez, se animó a todo lo que le puse en frente. Él fue mi mejor parámetro en cuanto a la evolución del proyecto y la única figura que vería todos los cambios por los que pasó el lugar y por los que pasé yo a lo largo de los dos años que duró.
En lo particular puedo decir que no es nada fácil enfrentarse con uno mismo a la hora de ponerse a crear platos y menos lo es aún el ponerse en todos los detalles. El inicio de KTD coincidió también con mi corta etapa en Astor, durante la cual seguí haciendo las cenas en mis días libres.
Al irme de Astor me decidí por apostar un poco más fuerte en mi proyecto: compré una mesa de madera de 2,40 x 0,80 mts con seis sillas, empapelé el ambiente, compré una estantería, seis copas sin tallo, un juego de cubiertos (sólo tenedores y cuchillos), más platos blancos, servilletas de tela, un par de focos de filamento, cortinas nuevas (regalo de mi madre) y puse a punto unos espejos tipo Luis XV que habían sido de mi abuela. El lugar tenía que representarme, y no de alguna manera, en todas la que se pudiera. Elegir la mesa, el color de la madera, el mango de los cubiertos, el tipo de copa, los espejos, el que mis libros de cocina estuvieran a la vista, los sabores, la forma de emplatar cada cosa. Todo era importante para mi.


A fin de ese año acepté ir a trabajar al sur, a El Chaltén, con mi amigo Agustín. Hacía mucho que él me lo venía proponiendo, y lo vi como una buena oportunidad para juntar algo de dinero para reinvertirlo en el restaurante. No fue una decisión fácil de tomar, al mismo tiempo tenía una propuesta de trabajo en Madrid donde estaban dispuestos a pagarme el pasaje de avión, darme un buen sueldo y la posibilidad de quedarme como chef de uno de los dos restaurantes de ellos. Todo gracias a José, un amigo y ex jefe con el que hice buenas migas durante los meses que viví allá. También estaba sobre la mesa el nacimiento de mi sobrina Cloe, quien iba a llegar en marzo del año siguiente (también en Madrid, donde vive mi hermano). No era fácil para mi decidir. La opción de España era mejor en lo laboral y me permitiría estar para el nacimiento de Cloe. Por otro lado, yo sabía que esa distancia me pega feo y tenía muchísimas ganas de conocer la Patagonia Argentina y de hacer que mi restaurante funcione. Necesitaba jugármela por lo mío y lo hice.

Luego de tres meses volví recargado de ideas, con algo de dinero para reinvertir y muy decidido. Me puse manos a la obra nuevamente y seguí equipando a KTD. Lo primero fue armarme una pequeña huerta de 4 x 0,30 mts en el balcón (ya había hecho lo propio en El Chaltén), en la que planté cuanta cosa pude. También encargué una mesada de madera a medida con el espacio suficiente para colocar un pequeño freezer debajo. Era hora de dejar de emplatar sobre el lavarropas y tomarse las cosas más en serio. Compré una juguera, una cafetera espresso, un molinillo para café (estás dos últimas cosas por insistencia de Mariano), cucharas para postre, más vajilla, más copas y más cubiertos (para tener un recambio más rápido y cómodo), velas, pequeños cuencos de madera para la sal, unas cuarenta botellas de vino, una cava con capacidad para doce botellas, bobinas de papel, papel manteca, papel aluminio y papel film profesionales. Compré mercadería en otro volumen y la porcioné para que me fuera más fácil la organización. De esta manera, si quería venir a comer una sola persona, yo iba a poder atenderla sin problemas. También me fui a San Telmo a comprar tazas antiguas para el café (compré cuatro inglesas y tres argentinas, que se iban a sumar a dos inglesas que habían sido de mi abuela). El café es algo importante, es el broche de oro, por lo que me ocupada de molerlo una horas antes de que llegara la gente cada viernes. Ese año estuve trabando también en una patisserie durante seis meses, para poder tener un dinero extra que me permitiese no depender al %100 de que viniera gente al restaurante.


Recuerdo el primer día que abrí, sólo vinieron dos personas esa noche: Kevin y Tatiana. Para mi era algo importante. A diferencia del año anterior, iba a recibir gente que no conocía. Personas que no sabía quienes eran y que ellas no sabían absolutamente nada de mi. Al terminar de sacar el último de los nueve pasos me quedé en cuclillas en el piso de la cocina y me largué a llorar. Lloré mucho y muy desde el centro de mi ser. Gise me miraba y se reía, no entendía porqué lloraba. Yo, sin parar de moquear, lloraba de alegría.
Para mi fue un proceso largo y doloroso llegar a ese momento. Por primera vez en mi vida sentía que había tenido el control absoluto de todo lo que había pasado esa noche. Si salia bien o si salía mal era responsabilidad mía.  Sentía que había superado todo lo que me había imaginado que iba a ser, y después de casi un año, estaba debutando frente al público con una rara mezcla de nerviosismo y alegría. Luego de prepararme, de gastarme casi todo lo que tenía en KTD, lo que ahora tenía era, por fin, un restaurante.
Al terminar la cena, Kevin me apretó la mano y me dijo que él era periodista gastronómico, que estaba escribiendo una columna en un diario on-line en inglés y que me quería hacer una entrevista para su columna. Para mí fue algo bizarro. Cocino hace mas de 10 años y en ningún momento pensé en que algún día iba a pasar por esa situación. Yo simplemente cocinaba y disfrutaba de hacerlo, nada mas. Kevin se volvió otra persona importante. Nunca paró de darnos apoyo y de tratar de empujarnos a más (y hasta confesó haber tenido sueños con el plato del salmón rosado con puré de zanahoria y coco). A lo largo del año volvió otras dos o tres veces, durante las cuales traté de cambiarle la mayor cantidad de platos posibles. Era mi manera de agradecerle y de devolver un poco del cariño que había recibido de su parte. El tipo es un crack y escribe con el corazón, y a mi, la gente que hace las cosas desde el corazón me cae genial.


Kill the duck tenía como misión demostrar que con pocos recursos se podía hacer una cocina de muy buen nivel. Era una queja. Una queja a todos los restaurantes y cocineros que teniendo recursos y comodidades para hacer cosas increíbles sólo hacen una cocina mediocre. Se trataba de amor, de compartir pasión, de integrar al comensal, y si hablo de integrar al comensal tengo que hablar de Mariano. Hubo un día en el que al final de la cena, hablando, me contaba que le habían dado un ceviche horrible unos días atrás.
Él me decía: -A mi no me gusta el pescado crudo, era una porquería.
Yo, riéndome, le marqué: -Sí que te gusta el pescado crudo.
Él me volvió a decir que yo no entendía, así que siguió:
M: -Vos no me entendés. Yo no como pescado crudo. No me gusta.
R: -Sí que te gusta. Hoy te comiste dos platos con pescado crudo...
M: - Es que lo tuyo está en otro nivel pero a mi NO-ME-GUSTA el pescado crudo.
R: - Vos no me estás entendiendo. Si que te gusta, pero hecho así y no como lo comiste en ese lugar...
Se quedó con la mirada perdida unos segundos sin reaccionar. Al volver del lugar a donde su cabeza lo había llevado me dice:
M: -Boludo... me acabas de romper la estructura.
Eso y la vez que Fede me dijo que había sentido miedo al comer el plato del carbón vegetal (una mandioca que literalmente parece un carbón) son las dos mejores cosas que me dijeron en toda mi vida como cocinero. Poder provocarle eso a alguien es muy fuerte, casi mágico.

En fin, el año pasó y no fue el año más fácil para mi a nivel personal. Me choqué con muchas situaciones que me voltearon. Situaciones que  yo creía tener resueltas y no era así. El restaurante fue algo que al final me costaba mucho sostener, tanto desde lo monetario como desde lo anímico. En mi otro trabajo no estaba pasándola bien y sentía que no llegaba a reponer energías como para dedicarle a mi propio lugar la atención que me hubiese gustado ponerle. Los días que venía gente estaba entre trece y catorce horas cocinando y poniendo a punto el departamento. Eso sumado a las horas que le dedicaba en la semana entre cocinar y las compras.

Hacer un menú degustación de nueve pasos y cambiarlo todos los meses también requiere tiempo. Ir perfeccionándolo en tan poco tiempo no es fácil y esa creatividad necesita condiciones para florecer. Condiciones que no estaba logrando tener. Comencé el año haciendo dos cenas por semana durante aproximadamente tres meses, de las cuales una mesa era siempre de amigos a los que yo invitaba para que conocieran lo que yo estaba tratando de hacer. La propuesta era "un regalo a cambio de otro regalo". Ellos traían el vino que quisieran tomar esa noche, uno más de regalo para mí, y yo, a cambio, les invitaba el menú completo.
Vivir en un monoambiente y transformarlo cada vez que viene gente en un restaurante es agotador. Nada personal puede estar a la vista, todo tiene que estar impecable, la mesa encerada, las hierbas cosechadas en el día, todo listo para que el despacho sea lo más ágil posible. La heladera no es tuya, es del restaurante. Tu cama durante esos dos días no es tu cama, es el sillón. La cpu se va al placard. Las cosas del baño a una caja. Tu casa no es tu casa, es tu restaurante. Personalmente, todo eso me ganó. Di lo mejor de mi mientras pude. Aprendí mucho sobre mi y sobre llevar algo así. Traté de sacarle todo el jugo, y no me arrepiento para nada de haberlo hecho, pero elijo esperar. Esperar a tener otras condiciones que me permitan hacerlo de una manera en la que lo disfrute más. Así que después de dos años le digo "hasta pronto" a mi proyecto, a mi pato, a mi restaurante.


Les agradezco a todos los que vinieron y se animaron a viajar conmigo. A los que me apoyaron y lo siguen haciendo. A los que me dan su afecto. A los que están de una manera u otra. A Gise, mi compañera compañera en todo esto, quien se ofreció en un comienzo a darme una mano (gratis) y a quien prácticamente obligué a que aceptara cobrar por su trabajo en cuanto pude empezar a pagarle. A Vivi, que se encargó de dar todo su cariño al proyecto y a quien hoy disfruto como una amiga.
A todos, gracias.